Autor: Joaquín Grau

«Después dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra propia semejanza. Domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre las fieras campestres y sobre los reptiles de la tierra.»

Y el génesis bíblico no es muy distinto al génesis de otras grandes religiones. O sea, que el hombre no sólo es el pináculo de la Creación, hecho a imagen y semejanza de Dios, sino que también tiene poder sobre todo lo creado.

Si el mosquito del vinagre, por citar a un animal poco apreciado y de corta vida, posee su propia biblia -cosa que dudo porque su orgullo no alcanza a tanto- se auto-otorgará también el calificativo de rey de la Creación.
¿Por qué?
Pura lógica de mosquito. Si cuanto existe tan sólo puede percibir aquello que está por debajo de su complejidad vital, es indudable que se supondrá el más alto peldaño de la Creación. ¡Después de mí, Dios!
Y el hombre, que gusta de utilizar la lógica del mosquito, opina lo mismo. Pero basta con realizar una simple extrapolación de jerarquías para darnos cuenta de que al igual que hay otras formas de vida con complejidad superior a la del mosquito del vinagre, de la misma manera lo lógico es pensar que la cadena de complejidades sigue por encima de la humana y asciende hasta múltiples estructuras de vida que nos trascienden y de las que nada podemos saber, salvo deducirlas o intuirlas.

De la misma forma, una simple extrapolación nos dirá que si toda forma de vida se alimenta, en general, de aquellas que la preceden en complejidad, también las que están por encima de nosotros es lógico pensar que nos utilicen en sus tres comidas diarias. Y deberíamos estarles agradecidos, porque sólo siendo comidos alcanzamos un mayor peldaño en la escala de complejidades vitales que, quizás, es tanto como alcanzar un mayor grado evolutivo. Porque yo no me hago bacalao al comérmelo al pil pil. Es el bacalao el que, metabolizado por mí, pasa a ser protoplasma humano. Por eso el máximo cielo es fundirnos con Dios, dejar que nos coma, que nos triture y degluta para pasar a ser Él.

Y que nadie me diga que nuestra Era de la Razón ha desechado ya las explicaciones bíblicas, porque no es un problema de religiosidad, sino de orgullo. La prueba es que Descartes, la gran linterna de nuestro racional siglo de las luces, ha llenado cinco páginas de su Discurso del Método con múltiples argumentos que intentan convencernos de que el instinto (el animal) es de naturaleza distinta a la razón (el hombre). Ya se sabe, la obsesión cartesiana por convencernos de que somos sólo cabeza.

Los chinos, antes de Mao, cuando les iluminaba Confucio, no Deng Xiaoping, entendían que «la Vida -que es la inteligencia- duerme en la piedra, sueña en la planta, despierta en el animal y sabe que está despierta en el hombre». O sea, que todo se reducía a una gradual apertura de conciencia, basada esta apertura en una, cada vez, mayor frecuencia de ritmos cerebrales.

No olvidemos que la vida se va estructurando en una constante escalada de agregaciones. La vida va ganando complejidad, pero ni siquiera podemos decir que evoluciona. Simplemente, como una cebolla, va añadiendo capas, sólo que en nuestro caso, aparte la más compleja estructura de las capas orgánicas añadidas, esas capas son la constante adquisición de nuevas bandas de conciencia. No hay minerales, plantas, animales y hombres; hay capas de cebolla que se van agregando, que se van ensanchando, expandiendo, dando al núcleo, a la conciencia, que es lo que nos unifica, nuevos ángulos de visión.
Lo malo es que hemos sacralizado el último ángulo de visión adquirido. El ritmo de lo que llamamos vigilia. Y consideramos que no hay otro. Los demás son -así se les califica- estados alterados, patológicos o poco menos. Algo parecido a que nos surgiera un aparato de rayos X en los ojos y nos empeñáramos en que la realidad sólo es -sólo puede ser- huesos. Y desecháramos las otras perspectivas ópticas que nos muestran otras formas de realidad.

Naturalmente, en el caso de este último ejemplo habría unos estúpidos seres, llamados animales, que no ven la auténtica realidad formada por magníficos esqueletos. Y al otro lado y por encima de esos estúpidos animales -en buena ilusión dicotómica cortical-, estaríamos nosotros, los hechos a imagen y semejanza de Dios, los que, como Él, sabríamos que la realidad son huesos. Algo así como empezar diciendo «pienso, luego existo» y, cada día más envanecidos con nuestro hemisferio cerebral izquierdo deductivo, acabar diciendo: «sueño, luego estoy despierto». Serían -son- los sueños de la razón, los que dieron -siguen dando- vida al monstruo de Frankenstein.

La verdad es que los hechos tan sólo nos dicen que tenemos ritmos beta más maduros que los mamíferos superiores. Sólo eso y nada más que eso. O, si se prefiere, que Dios nos ha hecho a imagen y semejanza de los animales.
Veámoslo.